Analizando las plantillas de equipos como Heat, Celtics o Knicks, se puede extraer que los actuales General Managers de las franquicias NBA piensan que conformar un equipo aspirante al título, pasa, ineludiblemente, por acumular all-stars en el quinteto titular.
Sin embargo, existen ejemplos recientes de que el éxito también se puede conseguir sin copar portadas de periódicos con fichajes de relumbrón.
En el año 2000, Joe Dumars, GM de los Detroit Pistons, veía como su mejor jugador, el inmaculado Grant Hill, ponía rumbo a Orlando, creyendo que en Detroit, no existía posibilidad de llegar demasiado lejos en postemporada.
Lo que no sabía Dumars era que, a cambio de Hill, llegaba un jugador que sería el primero de unos renacidos Bad Boys que devolverían la gloria a la Motown.
"BIG"BEN WALLACE: Un no drafteado al que habían aconsejado dejar el basket. Coronado por un peinado afro que apenas lo acercan a los dos metros de altura, surge la figura de un center nacido para el salto y la pelea, un working class hero al que le sobran los aros, y que se encarama cada noche a la espalda de jugadores que siempre lo superan en kilos y cms, pero nunca en voluntad. ¿Qué importa que no metas ni los tiros libres sí cada rebote, cada tapón es jaleado por un pabellón que estalla al tañido de la campana?
CHAUNCEY BILLUPS: Llega como agente libre en julio del 2002, tras deambular por seis equipos en cinco temporadas. Dumars ve en la serenidad de Billups (a Chauncey le apodan desde el high school "Smooth" (tranquilo, sin complicaciones) porque lo hacía todo sin aparente esfuerzo), un reflejo de sí mismo. Un combo guard anotador pero aplicado en defensa, otro asesino silencioso letal desde la larga distancia para los momentos calientes de los partidos.
RICHARD "RIP" HAMILTON: También llega en el 2002 en el traspaso de la, por aquel entonces, estrella del equipo, Jerry Stackhouse. Para este escolta, un soberbio tirador de 2 con la resistencia y velocidad de un corredor de larga distancia, el colocarse su fiel máscara protectora al comienzo de cada partido, supone el inicio de una carrera de obstáculos, un incesante movimiento sin balón, perseguido por un defensor, al que la dureza de los bloqueos de Detroit, pronto disuaden de intentar frenar a Rip.
TAYSHAUN PRINCE: Un número 23 del draft del 2002, descubierto por pura casualidad, en los playoffs de aquella temporada.
Con los Magic a un partido de tumbar a Detroit en primera ronda, del fondo del banquillo emerge la desgarbada figura de este alero para defender a un tal Tracy McGrady y darle la vuelta a la eliminatoria.
2,06 metros de brazos y huesos, capaz de rendir en ambos lados de la cancha. Un pterodáctilo de enorme envergadura que pronto se hizo con el cariño del Palace de Auburn Hills.
RASHEED WALLACE: Mediada la temporada 03-04, desde Portland, vía Atlanta, llega un licor de alta graduación “etiqueta negra”. El ala-pívot que dará el salto de calidad al equipo. Los Pistons ya tenían a su Bill Laimbeer, el jugador al que todos adoraban odiar.
Un polivalente power-forward al que sólo su temperamento lo separaba de formar parte de la elite de la liga. Los “hermanos” Wallace forman una dupla en la pintura donde encajaron a la perfección la dureza de Ben y la calidad de Rasheed.
Desde el banquillo: la clase de Okur, la experiencia de Campbell y la intensidad los dos pitbulls que eran Hunter y James, que reventaban partidos a base de robos y triples.
A Dumars sólo le faltaba encontrar quien aglutinase a este equipo.
El termino leyenda se suele utilizar muy a la ligera. No es el caso cuando se habla de Larry Brown. Treinta años en los banquillos, campeón de la NCAA con Kansas University, o sus más de 1.000 victorias en ABA y NBA dan fe de su privilegiada posición en el escalafón del baloncesto norteamericano.
Los sistemas del pequeño general remarcaron las señas de identidad de Detroit y engrasó un motor donde las distintas piezas pronto se acoplaron, lo que se reflejaba en hojas de estadísticas calcadas de un partido a otro: Rotación de jugadores, minutos en cancha, anotación, lanzamientos…etc.
Con estas armas se viajó desde el frío Michigan a la soleada California, para disputar una final de la NBA por primera vez desde 1990.
En frente, unos Lakers cargados con el peso de la historia. Shaq y Kobe más Gary Payton y Karl Malone. Cuatro futuros Hall of Fame con toneladas de all stars, títulos, MVPs de NBA, partidos de playoffs, finales jugadas y quintetos ideales.
Tras vencer a los actuales campeones, los San Antonio Spurs, existía el convencimiento de que pronto se volvería a instaurar la reciente tiranía de Los Angeles del threepeat de principios de siglo.
No contaban con el orgullo de unos Pistons que no se arrugaron y que volvieron a Detroit para matar la final.
Para el quinto y definitivo partido se acercaron al Palace, las viejas glorias (Mahorn, Thomas, Laimbeer, Johnson…) para acompañar a su antiguo compañero, Joe D, y darle el testigo a estos nuevos Bad Boys, que demostraron, como hicieron ellos quince años atrás, que por encima del talento está el carácter de no rendirse, de luchar con la intensidad de quien no tiene nada que perder, de entender al EQUIPO como único medio de alcanzar la victoria, o , en palabras de Coach Brown: “Todo gira en torno a los jugadores. Tienen que creer en sí mismos, confiar en el camino a seguir y tener claro que el compañero que tienen a su lado es tan importante como ellos mismos.”
Piston 4 life.