Peter Bogdanovich contaba que
Cary Grant acudió en 1971 al Beverly Wilshire Hotel para asistir a una gala en
honor al legendario director John Ford. Se dio cuenta de que había olvidado su
invitación y solicitó que le dejasen pasar. Al comentar la encargada de la
puerta que no se parecía a Cary Grant, la respuesta del actor estuvo a la
altura de los guiones de aquellas comedias de Hawks o Cukor que protagonizaba
años atrás:
–Tiene usted razón, señora.
¡Nadie se parece a Cary Grant!
Ni siquiera él.
Y con esa frase deshizo el
artificio que Hollywood había alimentado durante décadas. La idea de que Archie
Leach no existía y que Cary Grant, únicamente, se interpretaba a sí mismo.
Un engaño al que contribuyeron
todas las partes: Primero, el actor y la industria haciendo que los mejores directores ayudaran a crear la ficción de la estrella elegante, emblema de la
sofisticación y del buen vivir.
Y, por otra parte, los que
periódicamente llenaba los cines esperando a que por allí se asomase el viejo
Cary, y, como el niño que exige siempre el mismo cuento antes de dormir, sólo
permitían ligeras variaciones del arquetipo de traje impecable, modales suaves
y respuestas ingeniosas.
Apenas interpretó papeles de
época y nunca hizo un western. El hábitat de sus inicios fueron screwballs de alta sociedad, ambientadas
en alguna casa de campo de Connecticut, en las que lucían su talento para el
humor físico, heredado de su época en el teatro de variedades, el ser una
ametralladora en el diálogo cómico, y su imponente planta de galán.
Después llegaría Hitchcock y los papeles de falso culpable, injustamente perseguido. Películas de intriga en las que se lustró el otro punto fuerte de Cary
Grant: la enorme simpatía que despertaba.
Ese fervor se hizo patente desde su primera colaboración, cuando el mago del suspense propuso que envenenase a su esposa al final de un largometraje. Los productores se negaron en redondo, a sabiendas de que los espectadores jamás aceptarían que Cary fuese un asesino.
Ese fervor se hizo patente desde su primera colaboración, cuando el mago del suspense propuso que envenenase a su esposa al final de un largometraje. Los productores se negaron en redondo, a sabiendas de que los espectadores jamás aceptarían que Cary fuese un asesino.
Ni hablar de ello. Los que acudían
al cine lo querían de protagonista, deslizándose con clase por el hall de un
hotel de lujo de la costa azul con Grace Kelly de su brazo, o embelesando a
Audrey Hepburn, al susurro del Sena.
Y así sería hasta que decidió
marcharse, porque no deseaba verse deformado por la vejez en la gran pantalla, ni
que fuese el Cine el que lo echase a él.
El tiempo lo haría humano y destaparía
sus problemas con el alcohol y el LSD, su actitud déspota con sus esposas, su tacañería,
o su supuesta relación con el también actor Randolph Scott. Pero mientras estuvo
en activo, podía cobrarles los autógrafos a los fans, o presentarse en las
fiestas acompañado por Scott, confiado de que la admiración y el cariño
incondicional del público le hacían invulnerable a unas críticas que nunca
arrugaron su traje a medida.
Archie Leach puede que muriese en el 86, pero yo anoche me encontré a Cary Grant, bailando con Ingrid Bergman en
una recepción en el Royal Naval College, de Londres y lo que pensé fue que no
se podía estar más vivo.