Fracturas, esguinces, rotura de ligamentos en la
rodilla izquierda, lumbalgia, doble artroscopia en la rodilla derecha,… siete
meses parado y treinta y cinco años en las costillas.
Y seguro que el sábado viajó a Pamplona con la
ilusión de un juvenil.
Con las mismas ganas que cuando saltó a Zorrilla en
su debut de la mano del neurótico Louis Van Gaal. Un entrenador que entre el
ramillete de tulipanes que se marchitaron, lejos del Allianz de Ámsterdam, buscó
hueco para un recio carnero que devoraba la banda derecha y que suplía su
tosquedad, con raza y compromiso.
Nacido en La Pobla de Segur, una pequeña aldea de
invierno riguroso en pleno corazón del Pirineo catalán, pronto viajó a La Masía
para aprenderse de carrerilla los valores del Barça y para enseñar que lo que
no se alcanza con talento natural, se consigue dejándose la piel en el campo.
Le tocó vivir la época dura del postnuñismo y ver a
Fabio Rochemback en el once titular del F.C. Barcelona, las caipiriñas vacías
de Ronaldinho por el suelo del vestuario, y los cogotazos que, periódicamente,
le calzaban a la selección española.
Pero tuvo paciencia y triunfó, centrando la calidad distraída de Piqué y encajando en la filarmónica culé
de un Guardiola que sabía que para sonasen bien los violines, hacía falta que alguien
tocara el tambor.
E incluso le llegó su noche de gloria, por una vez, en
el área contraria:
Semifinales del Mundial de Sudáfrica 2010. España-Alemania.
Minuto 77.
La pelota sale del córner en vuelo templado hacia un
corpulento bosque rubio del que emerge un moderno Tarzán que reniega del tiki
taka y se disfraza de Santillana para poner el sueño del Mundial al alcance
de la mano.
En la celebración del tanto, la forma en la que el
resto de compañeros se cuelga de su espalda es metáfora de su papel en el equipo.
No quieren a otro capitán para ir a la guerra, porque
conocen que las treinta y seis lesiones sufridas no han afectado sus dos
principales virtudes.
Un enorme corazón cargado de coraje y una idea fija
de que el destino del mundo sigue dependiendo de arrebatarle el balón al
delantero rival.
Se puede decir más alto, pero nunca mejor. Aún suenan los tambores con la entrada del león a escena.
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